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Resumen

Tal vez mi mayor virtud haya sido nacer miope. El paisaje del miope es como un gran borrón, mancha disforme en que los colores de los objetos vistos exceden las fronteras de sus propios contornos: entran en el borde del borde del otro y forman, juntos, una paleta de charcos de acuarela. Y lo más bonito no es eso, sino la idea de aquello que está a 10m de mí se mezcla, en ese momento, a la persona que llega sosteniendo sus libros a 50m de distancia. Parecen estudios, todavía no listos, de pinturas relacionadas a la escuela veneciana de Giorgione y Ticiano, que privilegian el color en detrimento de la línea. Se anula la noción de profundidad. [...] Es como si los ojos estuvieran en lágrimas: vemos una sola cosa: el borrón. Y es como si percibiéramos el espaciamiento del tiempo, o mejor dicho, dejáramos de percibirlo. Es como si las pausas fueran quitadas. El vacío entre la rampa a 10m y la mujer con sus libros a 50m se ha acortado. No existe el eje “z”. La pausa se acaba. Es como si viéramos un flujo de conciencia. Es el “cómo” que hace las veces del propio objeto, estando y no estando allí. Eso porque son “muchas cosas juntas en un único plano”. Muchas no, infinitas.